En el nombre del amor, traducción del artículo de Miya Tokumitsu para la Jacobin Magazine (traducido por el Periódico Diagonal). Se trata de una apretada, pero jugosa síntesis de su libro «Do what you love: and other lies about success & hapiness» (Has lo que amas y otras mentiras sobre la felicidad y el éxito»)
Los lemas están enmarcados y dispuestos en una habitación que sólo puede ser descrita como bien comisariada. La fotografía de esta habitación apareció primero en un popular blog de diseño, pero a estas alturas ha sido compartida en Pinterest y Facebook miles de veces.Adorablemente iluminada y fotografiada, esta habitación está diseñada para inspirar Sehnsucht, toscamente traducible del alemán como el placentero anhelo por una cosa o un lugar utópicos. A pesar de que introduce la exhortación al trabajo en un lugar de esparcimiento, la habitación del «Haz lo que amas» —donde abundan ingeniosas bagatelas y el trabajo no provoca tedio sino amor— es precisamente el lugar donde toda esa gente de Pinterest y Facebook quieren estar. La disposición en díptico sugiere una versión secular de un altar medieval.
«Haz lo que amas» es un consejo inspirador, que nos insta a convertir lo que disfrutamos haciendo en una actividad empresarial remunerada. ¿Pero por qué debería nuestro placer tener ánimo de lucro?
Hay poca duda respecto a que el «Haz lo que amas» (a partir de aquí DWYL por sus siglas en inglés) es el mantra laboral no oficial de nuestro tiempo. El problema es que conduce no a la salvación, sino a la devaluación del trabajo actual, incluyendo el mismo trabajo que pretende elevar (y, lo que es más importante, a la deshumanización de la gran mayoría de trabajadores).
Superficialmente, el DWYL es un consejo inspirador, que nos insta a valorar qué es lo que más disfrutamos haciendo para convertirlo en una actividad empresarial remunerada. ¿Pero por qué debería nuestro placer tener ánimo de lucro? ¿Quién es el público de esta máxima? ¿Quién no lo es?
Centrando nuestra atención en nosotros mismos y nuestra felicidad personal, el DWYL nos distrae de las condiciones de trabajo de otros al tiempo que legitima nuestras propias elecciones y nos libera de las obligaciones para con todos aquellos que trabajan, sea o no en aquello que aman. Es el saludo secreto de los privilegiados y una visión del mundo que disfraza su elitismo de noble superación personal. Según esta línea de pensamiento, el trabajo no es algo que se haga a cambio de una compensación sino un acto de amor propio. Si resulta que el lucro no sigue a este acto, es porque la pasión y determinación del trabajador fueron insuficientes. Su verdadero logro es hacer creer a los trabajadores que el trabajo no sirve al mercado sino al yo.
Los aforismos tienen numerosos orígenes y reencarnaciones, pero la naturaleza genérica y trillada de DWYL escapa a una atribución precisa. El diccionario de Oxford vincula la frase y sus variantes a Martina Navratilova y a François Rabelais, entre otros. En internet es atribuida frecuentemente a Confucio, lo que le otorga un pasado neblinoso y orientalizante. Oprah Winfrey y otros camellos de la positividad la han incluido en sus repertorios desde hace décadas, pero en los últimos tiempos el evangelista más importante de DWYL ha sido el fallecido gerente de Apple Steve Jobs.
Su discurso de graduación en la Universidad de Stanford en 2005 proporciona un origen mítico tan bueno como cualquier otro, especialmente porque Jobs ya había sido beatificado como el santo patrón del trabajo estetizado mucho antes de su muerte. En el discurso, Jobs narra la creación de Apple y desliza esta reflexión: «Debes encontrar lo que amas. Y esto es tan cierto para tu trabajo como para tus amantes. Tu trabajo va a ocupar una parte grande de tu vida, y la única manera de estar verdaderamente satisfecho es hacer lo que creas que es un gran trabajo. Y la única manera de hacer un gran trabajo es amar lo que haces».
En el original en inglés, en estas cuatro frases, las palabras “tú” y “tuyo” aparecen ocho veces. Este foco en lo individual es poco sorprendente viniendo de Jobs, que cultivaba una imagen muy específica de sí mismo como trabajador: inspirado, relajado, apasionado (todas ellas características bien compatibles con el ideal del amor romántico). Jobs radiaba la fusión de su compañía con su yo trabajador romántico de forma tan efectiva que su cuello alto negro y sus vaqueros se convirtieron en una metonimia de todo Apple y el trabajo que mantiene. Pero, al retratar Apple como el trabajo de su amor individual, Jobs omitía el trabajo de miles de olvidados en las fábricas de Apple, convenientemente ocultos a la vista en el otro lado del planeta: el auténtico trabajo que permitía a Jobs hacer realidad su amor.
La violencia de esta omisión debe ser expuesta. Mientras que «haz lo que amas» suena inofensivo y precioso, es, en última instancia, autorreferencial hasta el narcisismo. La formulación que Jobs hizo de DWYL es la antítesis deprimente a la utópica visión del trabajo para todos de Henry David Thoreau. En Una vida sin principios, Thoreau escribe: «…sería buena economía para una ciudad el pagar tan bien a sus trabajadores que no sintieran que trabajan en pos de bajos fines, como un mero ganarse la vida, sino en pos de fines científicos o incluso morales. No contrates a un hombre que hace tu trabajo a cambio de dinero, sino a uno que lo hace porque lo ama».
El trabajo se divide en dos clases: aquel que es amable (creativo, intelectual, con prestigio social) y aquel que no. Quienes juegan en el campo del trabajo amable son privilegiados, una pequeña minoría de la población activa.
Es cierto que Thoreau muestra poco tacto hacia el proletariado (es difícil imaginar a alguien lavando pañales «en pos de fines científicos o incluso morales», independientemente de cómo de bien pagado esté). Pero sin embargo también mantiene que la sociedad tiene un interés en hacer que el trabajo sea significativo y esté bien compensado. En contraste, la visión jobsiana del siglo veintiuno demanda que todos nos volvamos hacia nosotros mismos. Nos absuelve de cualquier obligación o reconocimiento hacia el resto del mundo, subrayando su traición fundamental hacia todos los trabajadores, independientemente de que la abracen o no.
Una consecuencia de este aislamiento es la división que DWYL crea entre los trabajadores, mayormente a lo largo de las fronteras de clase. El trabajo es dividido en dos clases opuestas: aquel que es amable (creativo, intelectual, con prestigio social) y aquel que no lo es (repetitivo, no intelectual, no distinguido). Quienes juegan en el campo del trabajo amable son mucho más privilegiados en términos de riqueza, estatus social, educación, sesgos raciales de la sociedad e influencia política, en tanto que en realidad abarca únicamente una pequeña minoría de la población activa.
Para quienes han sido forzados al trabajo no amable, la historia es bien otra. Bajo el credo DWYL, el trabajo que es realizado por motivos o necesidades diferentes del amor (es decir, la mayor parte del trabajo) no sólamente es menospreciado sino también borrado. Como en el discurso en Stanford de Jobs, el trabajo no amable pero socialmente necesario es enteramente desterrado del espectro de la conciencia.
Pensemos en la gran variedad de trabajos que permitieron a Jobs pasar siquiera un sólo día como gerente: su comida recolectada en el campo y a continuación transportada largas distancias. Los productos de su compañía ensamblados, empaquetados, enviados. Los anuncios de Apple escritos, producidos, emitidos. Demandas judiciales procesadas. Papeleras de oficina vaciadas y cartuchos de tinta rellenados. La creación de trabajo va en ambas direcciones. Sin embargo, con la gran mayoría de trabajadores efectivamente invisibilizados para las élites ocupadas en sus amables ocupaciones, ¿cómo puede sorprendernos que las pesadas presiones a las que son sometidos los trabajadores hoy día (salarios abismales, costes de crianza infantil enormes, etcétera) apenas consigan el estatus de asuntos políticos ni siquiera entre la facción más liberal de la clase dirigente?
Al ignorar la mayor parte del trabajo y al reclasificar el resto como amor, DWYL puede que sea la ideología anti-trabajadores más elegante que existe. ¿Por qué deberían los trabajadores articular y afirmar sus intereses de clase si no existe el trabajo como tal?
Haz lo que amas disfraza el hecho de que ser capaz de elegir una carrera fundamentalmente por las recompensas personales es un privilegio inmerecido, un signo de la clase socioeconómica de la persona. Incluso si una autónoma, diseñadora gráfica, tuviera padres que pudieran pagarle la escuela de arte y firmar el aval de un piso guapo en Brooklyn, podría usar DWYL de forma mojigata como consejo para la carrera de aquellos envidiosos de su éxito.
Si creemos que ser emprendedor en Silicon Valley o publicista de museo o acólito de un think-tank es esencial para ser honestos con nosotros mismos —de hecho, para amarnos a nosotros mismos—, ¿qué creemos sobre las vidas interiores y las esperanzas de aquellos que limpian habitaciones de hotel y reponen estanterías en almacenes? La respuesta es: nada.
Sin embargo, trabajos mal pagados es lo que la mayor parte de los americanos tienen y tendrán. Según la Oficina de Estadísticas Laborales de los EEUU, las dos profesiones que más van a crecer hasta 2020 son “ayudante personal de cuidados” y “ayudante doméstico de cuidados”, con un salario medio de 19.640 dólares por año y 20.560 dólares por año en 2010, respectivamente. Elevar cierto tipo de profesiones a algo merecedor de amor necesariamente denigra la labor de aquellos que hacen esos trabajos sin glamour que mantienen funcionando a la sociedad, especialmente el trabajo crucial de los cuidados.
Elevar ciertas profesiones a algo merecedor de amor denigra la labor de aquellos que hacen esos trabajos sin glamour que mantienen funcionando a la sociedad, especialmente los de cuidados.Además de que DWYL denigra o invisibiliza peligrosamente amplias franjas del trabajo que permiten a muchos de nosotros vivir confortablemente y hacer lo que amamos, también ha causado estragos a las profesiones que pretende celebrar, especialmente aquellas profesiones que existen dentro de estructuras institucionales. En ningún lugar el mantra DWYL ha sido más devastador para sus adeptos que en la academia. El estudiante medio de doctorado de mediados de los años 2000 renunció al dinero fácil de las finanzas y el derecho (hoy día ligeramente menos fácil) para vivir con un exiguo salario a fin de perseguir su pasión por la mitología noruega o la historia de la música afrocubana.
La recompensa por responder a esta elevada llamada es un entorno de trabajo académico en el que alrededor de un 41 por ciento del profesorado es adjunto (enseñantes contratados que usualmente tienen un bajo salario, sin seguridad social, sin oficina, sin derecho a paro y sin participación a largo plazo en las facultades en las que trabajan).
Hay muchos factores que mantienen a los estudiantes de doctorado realizando un trabajo altamente cualificado por un salario extremadamente bajo, incluyendo dependencias de decisiones previas y los costos hundidos de obtener un doctorado, pero uno de los más importantes es cómo de profundamente atravesada está la academia por la doctrina DWYL. Pocas otras profesiones fusionan la identidad personal de sus trabajadores tan íntimamente con el producto del trabajo. Esta intensa identificación explica parcialmente por qué tantos profesores de izquierdas guardan un extraño silencio sobre las condiciones laborales de sus compañeros. Porque la investigación científica debería hacerse por puro amor, las condiciones de trabajo efectivas y la compensación por este trabajo se convierten en ocurrencias tardías, si es que llegan a considerarse.
Sarah Brouillete escribe, sobre el personal universitario: «…nuestra fe en que nuestro trabajo ofrece recompensas inmateriales, y en que es más fundamental para nuestra identidad que un trabajo “normal”, hace de nosotros empleados ideales cuando el objetivo de la dirección es extraer el máximo valor de nuestro trabajo a un mínimo coste».
A muchos académicos les gusta pensar que han evitado el mercado de trabajo de la empresa y los valores que le son inherentes, pero Marc Bousquet dice en su ensayo We work que la academia tal vez esté dando un modelo para la dirección corporativa: «¿Cómo emular el ambiente de trabajo académico y conseguir que la gente trabaje a un alto nivel de intensidad intelectual y emocional durante cincuenta o sesenta horas a la semana con un salario de camareros o menos? ¿Hay alguna manera en que podamos hacer que nuestros empleados se desmayen en sus mesas murmurando “amo lo que hago” como respuesta a cargas de trabajo mayores y menores pagas? ¿Cómo podemos hacer que nuestros trabajadores sean como los de las facultades y niegen tajantemente que trabajan? ¿Cómo podemos ajustar nuestra cultura corporativa para parecer cultura de campus, para que nuestra fuerza de trabajo caiga enamorada de su trabajo también?»
Nadie dice que un trabajo no pueda ser disfrutable. Pero un trabajo que satisface emocionalmente sigue siendo un trabajo, y reconocerlo así no lo degrada de ningún modo. Rehusar reconocerlo, por otro lado, abre la puerta a la explotación más viciosa y daña a todos los trabajadores.
Nada lubrica mejor la explotación que convencer a los trabajadores de que están haciendo lo que aman.
Irónicamente, DWYL refuerza la explotación incluso en las ‘profesiones amables’ en las que las horas extras, los sueldos míseros o el trabajo no remunerado son la nueva norma: periodistas que han de hacer el trabajo de fotógrafos despedidos, publicistas que han de tuitear los fines de semana, que se espere que el 46% de los trabajadores consulten su correo electrónico profesional cuando están de baja. Nada lubrica mejor la explotación que convencer a los trabajadores de que están haciendo lo que aman.
En lugar de conformar una nación de trabajadores felices y auto-realizados, nuestra era DWYL contempla el ascenso de la figura de profesor asociado y de becario: gente persuadida de trabajar barato o gratis, o incluso a cambio de una pérdida neta de riqueza. Con certeza este es el caso de todos aquellos becarios que trabajan a cambio de créditos de estudio o aquellos que, en subastas, llegan a comprar prácticas ultra-deseables en casas de moda (Valentino o Balenciaga están entre el puñado de marcas que han subastado prácticas de un mes. Con fines benéficos, por supuesto). Esto último es la explotación del trabajador llevada al extremo, y, como revela una investigación en curso de Pro Publica, nunca antes hubo tantos becarios no remunerados entre la población activa norteamericana.
No debería sorprender que las becas no remunerados abunden especialmente en campos que son muy deseables socialmente como la moda, los medios y las artes. Estas industrias están acostumbradas desde hace tiempo a masas de empleados dispuestos a trabajar a cambio de dinero social en vez de salarios reales, todo en el nombre del amor. Queda excluida de estas oportunidades, por supuesto, la aplastante mayoría de la población: quienes han de trabajar a cambio de un salario. Esta exclusión no sólo calcifica la inmovilidad económica y profesional, sino que también aísla estas industrias de toda la diversidad de voces que la sociedad puede ofecer.
Y no es una coincidencia que las industrias que dependen más de becarios (moda, medios y artes) resulten ser las más feminizadas, como escribió Madeleine Schwartz en Dissent. Otra consecuencia dañina más de DWYL es cómo trabaja despiadadamente para extraer trabajo femenino a cambio de una pequeña o inexistente compensación. Las mujeres representan la mayoría de la fuerza de trabajo precario o no remunerado: como trabajadoras de los cuidados, como profesoras ayudantes y becarias no pagadas superan con creces a los hombres. Lo que une todo este trabajo, sea realizado por graduados escolares o doctores, es la creencia en que los salarios no deberían ser la motivación principal para hacerlo. Las mujeres han de trabajar porque se supone que son cuidadoras naturales y que están deseando agradar: después de todo han estado cuidando niños o ancianos y limpiando casas a cambio de nada desde tiempo inmemorial. Y, de todas formas, es impropio de una señorita aceptar dinero.
El sueño DWYL es, de acuerdo con su mitología norteamericana, superficialmente democrático. Los doctores universitarios pueden hacer lo que aman, haciendo carreras que satisfacen su amor por la novela victoriana y escribiendo sesudos ensayos en la New York Review of Books. Los graduados escolares lo pueden hacer también, armando imperios de comida envasada a partir de la receta de mermelada de su tía Luisa. El camino sagrado del emprendedor siempre ofrece esta vía de escape para arranques desfavorecidos, disculpándonos a las demás por permitir que esos arranques sean tan miserables como son. En Norteamérica, todo el mundo tiene la oportunidad de hacer lo que ama y hacerse rico.
Si reconociéramos todo nuestro trabajo como trabajo, podríamos reclamar una compensación justa y horarios que dejen tiempo a ocio y familia; dedicarnos a hacer lo que realmente nos gusta
«¡Haz lo que amas y nunca en tu vida volverás a trabajar!» Antes de sucumbir al calorcito tóxico de esta promesa es fundamental preguntarse: «¿Exactamente quién se beneficia de hacer que el trabajo parezca no-trabajo?» «¿Por qué los empleados, cuando trabajan, deberían sentirse como si no estuvieran haciéndolo?» El historiador Mario Liverani nos recuerda que «la ideología tiene la función de presentar la explotación como algo bueno para el explotado y algo favorecedor para el desfavorecido».
A la hora de enmascarar los propios mecanismos de explotación que alimenta, DWYL es, de hecho, la herramienta ideológica más perfeccionada del capitalismo. Aparta de la vista el trabajo de otros y disfraza nuestro trabajo ante nuestros ojos. Esconde el hecho de que, si reconocemos todo nuestro trabajo como trabajo, podríamos definirle unos límites adecuados o reclamar una compensación justa y unos horarios humanos que dejen tiempo a ocio y familia.
Y, si lo hiciéramos, la mayoría de nosotros podríamos dedicarnos a hacer lo que realmente nos gusta.